Fernando Pessoa. Lecciones sobre el pesimismo

Fernando Pessoa no esperaba grandes cosas de la vida «Libro del desasosiego» recoge su filosofía fatalista.

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Nací en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes había perdido la creencia en Dios, por la misma razón por la que sus mayores la habían tenido —sin saber por qué. Y entonces, como el espíritu humano tiende naturalmente a criticar porque siente, y no porque piensa, la mayoría de los jóvenes escogió a la Humanidad como sucedáneo de Dios. Pertenezco, sin embargo, a aquel género de hombres que están siempre al margen de aquello a lo que pertenecen, no viendo sólo la multitud de la que son parte, sino también los grandes espacios que hay al lado. Por eso ni abandoné a Dios tan ampliamente como ellos, ni acepté nunca a la Humanidad. Consideré que Dios, siendo improbable, podría existir, pudiendo por lo tanto deber ser adorado; pero que la Humanidad, siendo una mera idea biológica, y no significando más que la especie animal humana, no era más digna de adoración que cualquier otra especie animal. Este culto a la Humanidad, con sus ritos de Libertad e Igualdad, me pareció siempre una revivificación de los cultos antiguos, donde los animales eran como dioses, o los dioses tenían cabezas de animales. Así, no sabiendo creer en Dios, y no pudiendo creer en una suma de animales, me quedé, como otros de la orla de las gentes, en aquella distancia de todo a la que comúnmente se llama la Decadencia. La Decadencia es la pérdida total de la inconsciencia; porque la inconsciencia es el fundamento de la vida. El corazón, si pudiera pensar, se pararía.

Fernando Pessoa. Libro del desasosiego

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La única actitud digna de un hombre superior es persistir tenazmente en una actividad que se reconoce inútil, el hábito de una disciplina que se sabe estéril, o el uso fijo de normas de pensamiento filosófico y metafísico cuya importancia se siente como nula. 

Fernando Pessoa. Libro del desasosiego

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La inacción consuela de todo. No actuar nos lo da todo. Imaginar lo es todo, siempre que no tienda hacia la acción. Nadie puede ser rey del mundo sino en sueños. Y cada uno de nosotros, si de verdad se conoce a sí mismo, quiere ser rey del mundo. No ser, pensando, es el trono. No querer, deseando, la corona. Tenemos aquello de lo que abdicamos porque lo conservamos soñado, intacto, eternamente a la luz del sol que no hay o de la luna que no puede haber. 

Fernando Pessoa. Libro del desasosiego

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Quien nunca salió de Lisboa viaja al infinito viajando hasta Benfica, y, si un día va a Sintra, siente que ha viajado hasta Marte. El viajante que pateó toda la tierra no encuentra novedad a cinco mil millas, porque encuentra sólo cosas nuevas; otra vez la novedad, la vejez de lo eternamente nuevo, pero el concepto abstracto de novedad se quedó en el mar con la segunda de ellas. Un hombre puede, si posee la verdadera sabiduría, gozar de todo el espectáculo del mundo desde una silla, sin saber leer, sin hablar con nadie, sólo con el uso de sus sentidos y con que el alma no sepa estar triste. Monotonizar la existencia, para que la existencia no resulte monótona. Volver anodino lo cotidiano, para que la más mínima cosa constituya una distracción. En medio de mi trabajo de cada día, trabajo sin color, igual e inútil, tengo visiones de fuga, vestigios soñados de islas lejanas, fiestas en avenidas de parques de otras eras, otros paisajes, otros sentimientos, otro yo. Pero reconozco, entre dos asientos, que si tuviera todo eso, nada de eso sería mío.

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Pensar, incluso así, es actuar. Sólo en el devaneo absoluto, donde no interviene nada activo, donde por fin hasta nuestra conciencia de nosotros mismos se atolla en un lodo —sólo ahí, en ese tibio y húmedo no-ser, la renuncia a la acción puede lograrse competentemente. No querer comprender, no analizar… Verse como se ve la naturaleza; mirar sus impresiones como se mira un campo —en eso consiste la sabiduría. 

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La libertad es la posibilidad de mantenerse aislado. Eres libre si puedes apartarte de los hombres, sin que te obligue a recurrir a ellos la falta de dinero, o la necesidad gregaria, o el amor, o la gloria, o la curiosidad, cosas que ni del silencio ni de la soledad pueden alimentarse. Si te resulta imposible vivir solo, es que naciste esclavo. Puedes poseer todas las grandezas del espíritu, todas las del alma: serás un esclavo noble, o un siervo inteligente, pero no serás libre. Y no es que sea culpa tuya esa tragedia, porque la tragedia de haber nacido así no es culpa tuya, sino exclusivamente del Destino consigo mismo. Ay de ti, sin embargo, si las presiones de la propia vida te obligan a ser esclavo. Ay de ti si, habiendo nacido libre, capaz de bastarte a ti mismo y vivir apartado, la penuria te fuerza a convivir. Esa sí es tu tragedia, la que arrastras contigo. Nacer libre es la mayor grandeza del hombre, lo que hace al humilde ermitaño superior a los reyes y a los mismos dioses, que a sí mismos se bastan por la fuerza, y no por el desprecio de la fuerza.

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El dinero es hermoso, porque supone una liberación,—Querer ir a morir en Pequín y no poder hacerlo es una de las cosas que me causan un pesar tan grande como la idea de un cataclismo próximo. Los compradores de cosas inútiles son siempre más sabios de lo que se imaginan — compran pequeños sueños. Son niños en el adquirir. Todos los pequeños objetos inútiles cuyas señales al saber que tenemos dinero hacen que los compremos, se apoderan de nosotros con la actitud feliz de un niño que recoge Conchitas en la playa —imagen que más que cualquier otra traduce toda la felicidad pueril. ¡Recoge conchas en la playa! Nunca hay dos iguales para un niño. Se queda dormido con las dos más bonitas en la mano, y cuando se las pierden o se las quitan —¡qué crimen! ¡robarle pedazos exteriores del alma! ¡arrancarle fragmentos de sueño!— llora como un Dios al que hubieran robado un universo recién creado. 

Fernando Pessoa. Libro del desasosiego

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Cantaba, con una voz muy suave, una canción de un país remoto. La música tornaba familiares las palabras desconocidas. Parecía un fado para el alma, pero no tenía con él el menor parecido. La canción decía, por las palabras veladas y la melodía humana, cosas que están en el alma de todos y que nadie conoce. El cantaba con una especie de soñolencia, ignorando con la mirada a los oyentes, en un pequeño éxtasis callejero. La gente reunida lo escuchaba sin hacer muchas burlas de él. La canción era de todo el mundo, y las palabras hablaban a veces con nosotros, secreto oriental de una raza perdida. El ruido de la ciudad no se oía cuando lo escuchábamos, y pasaban los carros tan cerca que uno me rozó las faldas de la chaqueta. Pero lo sentí sin oírlo. Había una absorción en el canto del desconocido que hacía mucho bien a lo que en nosotros sueña o no consigue. Era un asunto de orden público, y todos reparamos en el policía que doblaba la esquina lentamente. Se aproximó con la misma lentitud. Quedó parado un rato por detrás del muchacho de los paraguas, como quien observa algo. En ese momento el cantor se calló. Nadie dijo nada. Entonces intervino el policía. 

Fernando Pessoa. Libro del desasosiego

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